1/7/07

Un pequeño universo en Movimiento: La tormenta de hielo, Ang Lee

Me refiero a los pequeños detalles, a esos pequeños elementos que suelen pasar desapercibidos como si en el fondo no tuviesen otra finalidad que la mera anécdota; porque, probablemente, nos habremos percatado del póster de Nixon saludando amablemente desde su uniforme de presidiario en la habitación de los estudiantes, y también de las cosas que aparecen más de una vez (y por definición constitutivas de “forma”) como las bicicletas, el afán cleptómano, la botella de ginebra y tantas otras; e incluso de la flauta que aparece ya desde el principio en la banda sonora y que reaparece varias veces. Pero lo más importante de “La tormenta de hielo” no es quedarse en esas anécdotas sino construir en torno a ellas algo lo más cercano posible a una forma de entender las cosas, algo entre discurrir y dejarse llevar por el medio en el que se vive, por ese pequeño universo donde están contenidas todas las cosas.

Supongamos que existe una segunda lectura, un texto detrás de la perfecta ambientación en la época (principios de los años 70), lugar (New Canaan, Connecticut) y al margen de la situación política de desengaño (que en cualquier caso siempre es un condicionante, un desencadenante de algo cuya mecha ya prende) que la América de los setenta vivió y que, sin ánimo de incordiar por mi parte, sigue reproduciéndose en cualquier rincón del mundo “civilizado”. ¿Cuál sería entonces ese segundo texto, esa situación perfectamente construida en base a los pequeños detalles?

Al margen de que resulta muy difícil hablar sobre algo que no todo el mundo ha visto, aunque siempre queda el consuelo del vídeo club, (otra cosa sería hablar de “Titanic” ¿verdad? pero, casualmente, ahí no hay demasiado donde hablar) creo interesante aportar lo que considero como una posible lectura, una probable interpretación (porque las películas hay que interpretarlas, no es suficiente con mirarlas) de la que, para mí, ha sido sin duda la película más interesante de los últimos meses. Ang Lee, director taiwanés, comenzó a ser conocido/considerado en occidente gracias a su película “Sentido y sensibilidad”; antes había hecho “El banquete de bodas”, “Comer, beber, amar”,… que no pasaban de ser consideradas como productos “exóticos” venidos de lejanas tierras, interesantes pero muy lejanos a nuestra forma de ver las cosas. Sin embargo con “La tormenta de hielo” demuestra su capacidad de adaptación a cualquier medio y consigue, mediante actores y actrices americanos, mediante una historia ambientada en Connecticut,… recrear (es decir volver a crear) su concepción más “oriental” de la vida, su fascinación por las pequeñas cosas que nos rodean.

El argumento discurre entre dos familias, la que forman Kevin Kline y Joan Allen y, por otro lado, Sigourney Weaver con Henry Czerny; los primeros con un hijo y una hija y los segundos con dos hijos. Lo primero que llama la atención es que son vecinos (la palabra es mencionada expresamente por ellos) y, sin embargo, sus casas no están juntas, nunca aparecen en el mismo plano pues se hayan separadas por varios cientos de metros. De hecho nunca encontramos una “relación” vecinal sino que sólo coinciden en acontecimientos como la fiesta de los llaveros. La relación interna entre cada matrimonio es tan inestable como la cama de agua de Sigourney, hay una inevitable atracción hacia la incomodidad de esa inestabilidad como si con ello consiguiese ser alguien más individual. Cada personaje intenta ser lo que no es (tal vez con la única excepción de Cristina Ricci), intenta comportarse eludiendo la herencia moral de épocas anteriores; Kline cree que es el amante de Sigourney cuando, en realidad, es ella quien le utiliza y le corta cuando éste intenta reproducir sus “monólogos” matrimoniales (pues el juego es el mismo de todas formas). Joan Allen vuelve a montar en bicicleta para emular a su hija; pero mientras lo que para Ricci es un pequeño hurto, para Allen es considerado cleptomanía con su consiguiente “castigo” (que por cierto Ang Lee no muestra).

Pero hablemos de los pequeños detalles; mientras la película comienza, y los títulos de crédito nos llevan al plano del tren detenido en plena noche por la tormenta de hielo, escuchamos apenas una flauta; todo es introducido por este instrumento cuyas notas parecen demasiado inseguras, vibrando como si no acabasen de definirse, y discurriendo sin ninguna tensión armónica, sin ninguna dirección; simplemente son, no buscan nada. Michael Dana, autor de la banda sonora y conocido sobre todo por ser el músico de las películas de Atom Egoyan, realiza una pequeña obra maestra. No me refiero a que su partitura sea genial o perfecta (lo cual sería discutible sin duda) sino a que ha sabido crear un elemento más que encaja perfectamente con las demás piezas en ese puzzle que ha trazado magistralmente Ang Lee. Sólo con escuchar atentamente la flauta ya adivinamos cómo son los personajes: solitarios, inseguros, sin ninguna aspiración ni momentos de clímax; lejanos un poco de todo aunque a veces puedan “tocar” junto con otros instrumentos igual de solitarios.

Pero el toque de genialidad llega con la otra idea musical. Aparte de las canciones de época de varios autores incluidas en la banda sonora Dana recurre a un conjunto de instrumentos (campanas balinesas, clarinete, cuerda,…) para los cuales emplea una técnica compositiva derivada de la música de la isla de Bali en Indonesia; se trata de la misma idea que fascinó a Claude Debussy cuando escuchó un Gamelán (es decir una pequeña orquesta constituida exclusivamente por gamelanes, campanas circulares a modo de un plato hondo) en la Exposición Universal de París en el año 1889. El procedimiento es bastante simple: partiendo de la escala balinesa (formada por las notas do, reb, mib, sol, lab, do y con las que resulta imposible crear cualquier tipo de tensión armónica) un instrumentista comienza diseñando una base rítmica de un par de compases que repite una y otra vez de la misma forma. Sobre esta base se van superponiendo los demás intérpretes, siempre de uno en uno, que aportan su propio ritmo, su propia base, notablemente diferente a los demás y que van repitiendo de la misma forma constituyendo una serie de planos sonoros que agrupados forman una globalidad. El resultado es una música, casi polifónica, que resulta de estas superposiciones sin que exista ninguna relación entre cada plano (exceptuando el que todos comparten la misma escala). Michael Dana deja un sólo grupo de campanas y el resto lo sustituye por instrumentos occidentales consiguiendo con ello dos cosas: 1) dotar de mayor individualidad a cada línea melódico - rítmica (es decir, hacerla más reconocible por estar más diferenciada de los otros instrumentos) y 2) acercar a occidente una idea oriental de asimilar las cosas.

Si pensamos en los personajes de la película encontramos una misma forma de proceder: todos intentan conseguir una individualidad propia pero sin poder dejar de formar parte del conjunto (del gamelán, musicalmente hablando); unos se superponen sobre otros (muchas veces sin escucharse siquiera) y el resultado es que como espectadores percibimos una globalidad, como si esa superposición implicase una relación intrínseca entre todos y cada uno de los integrantes que no existe (basta con ver el cartel de la película: tres personajes encuadrados en tres rectángulos aislados unos de otros). No hay tensión armónica, no hay ningún punto culminante en toda la película (pues esto indicaría, precisamente, dirección y no la hay, como la flauta que suena sin saber dónde va). Pero Dana va más allá todavía, esta segunda idea musical reaparece muchas veces a lo largo de toda la película; si escuchamos atentamente nos daremos cuenta que los instrumentistas van cambiándose las partituras: lo que antes se tocaba con las campanas ahora lo hace el clarinete y el papel de éste pasa al violín,… precisamente de la misma forma que los personajes quieren ser quienes no son, los instrumentos musicales tocan un papel que no es suyo cuestionando así su supuesta individualidad. La voz del clarinete no es la de una campana y un violín no se puede soplar. De esta forma todos acaban envueltos en una repetición constante de las mismas bases rítmicas que acaban haciendo una y otra vez en su rutina de falta de decisión, de falta de dirección y de la que sólo es posible escapar mediante un azar como la fiesta de los llaveros.

Sin embargo todas estas conclusiones parecen “arrastrarnos” al supuestamente gélido ambiente de la película. Ang Lee se encarga de precisar en contadas ocasiones (hay que estar con el oído alerta) de que no es así. El frío siempre ha sido considerado como una ausencia de sentimiento, un ambiente inhóspito del que hay que procurar huir. El hijo mayor del matrimonio Weaver - Czerny desmiente esta hipótesis; en su búsqueda de la perfección (recordemos cuando dice que 2 al cuadrado no quiere decir 4 sino que representa un cuadrado perfecto que sólo existe en nuestra mente) descubre que sólo el frío hace que las moléculas se hielen y únicamente en este momento podemos respirar aire puro, pero que de cualquier forma hay que ir a buscarlo. El frío en termodinámica es el punto de equilibrio, el lugar en el que todas las fuerzas se hayan neutralizadas. Pero, en cualquier caso, este ambiente helado no es una ausencia de sentimiento sino más bien un sentimiento surgido del frío.

La tormenta de hielo acontece y es justo entonces, cuando los personajes por fin escapan de ese círculo, de esa rutina de dejarse llevar en la que estaban inmersos; aunque era necesario un elemento nuevo, exterior e impredecible (la tormenta) para parar la inercia. Pero perder esa inercia implica actuar, comenzar a decidir aunque algunas decisiones puedan ser tan simples como acurrucarse en la inestable cama de agua de Sigourney Weaver, o no poder impedir que el coche se salga de la carretera debido al asfalto helado.

El final de la película resulta sobrecogedor, parece decirnos: no os dais cuenta de que cuando verdaderamente los árboles están preciosos es cuando sus ramas están congeladas, repletas de hielo y que no existe más belleza que ese equilibrio termodinámico que produce el frío, las moléculas congeladas y el aire limpio por una vez; Es en este sentido en el cual convergen todos los elementos, las pequeñas cosas de “La tormenta de hielo”, decorados, situaciones, personajes, música y movimientos de cámara están trabajados con la laboriosidad de un artesano que conoce perfectamente qué forma, qué imagen se encuentra dentro de ellos y que sólo necesita trabajar un poco con el cincel para que salga a la luz.

Pero nos queda el último guiño, la última clave que nos revela cuál puede ser esa segunda lectura de la que hablaba antes; hay un instante, casi al final de la película, en el cual los personajes parecen quedar inmóviles, incapaces de reaccionar. He tenido la sensación de que ese fugaz instante era el fin de una representación, el momento antes de encenderse las luces, de los aplausos del público, como si en el fondo todo hubiese sido de mentira, tan sólo una representación teatral. Pero los pequeños elementos estaban tan bien dispuestos que antes de que esto pudiese suceder volvemos al plano del principio, al tren detenido sobre las vías congeladas. Sin embargo ahora ya conocemos los detalles, ya sabemos el significado preciso de cada gesto; entonces el convoy en lugar de acercarse a nosotros, como al principio, ahora se aleja mientras nos quedamos inmóviles, como si ahora fuésemos nosotros quienes tuvieramos que representar la historia, o mejor dicho, encontrar esa segunda lectura a la que nos llevan todas esas aparentes anécdotas que forman ese pequeño universo en movimiento.

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